LOS PROBLEMAS DE LA DEMOCRACÍA
- jairocas273
- 30 sept 2020
- 10 Min. de lectura
Actualizado: 9 oct 2020
LA PARADOJA DEMOCRÁTICA

El título que define los contenidos del presente texto aborda un conjunto limitado pero esencial de problemáticas teóricas y empíricas asociadas a la expansión de la democracia en las sociedades contemporáneas. El punto de partida para definir objetivos específicos en el presente trabajo no es otro que el de la constatación de la principal paradoja democrática de nuestros tiempos. Paradoja que consiste en la expansión global de las instituciones y principios democráticos mismos que, sin embargo, han traído consigo la inequívoca erosión y/o degradación de las prácticas democráticas.1
. Con esta indicación se señala, grosso modo, un recorrido que va de las "promesas incumplidas" de la democracia hasta las mutaciones del entorno y de las instituciones (el Estado–nación, primordialmente) que fenómenos como la así denominada "globalización" provocan una severa erosión de las certezas que otrora nos proporcionaba el imaginario democrático.
El hecho básico e incontrovertible de que el discurso democrático afirma valores e instituciones que dan contenido a los ideales normativos del bien político supremo en el mundo de hoy, no es suficiente para minimizar las igualmente contundentes y casi insalvables contradicciones teóricas y prácticas existentes en la instauración y posterior consolidación de las muchas experiencias democráticas registradas a lo largo del mundo. La democracia, entonces, al ser un principio de legitimación política triunfante —y, en tal sentido, un principio político normativo claramente hegemónico como Giovanni Sartori (1992) sentenció ya a principios de la década de los noventa— no es óbice para que atrás de dicho principio de legitimación, se disimulen u oculten toda clase de imposturas pseudo democráticas.

COMPLEJIDAD, ELITISMO Y REPRESENTACIÓN: LAS BARRERAS DE LA PARTICIPACIÓN
En dicha cuestión, no cabe duda, se agrupan necesariamente algunas de las temáticas centrales ya citadas. En efecto, al menos tres de los principales ejes de discusión sobre la posibilidad de la democracia liberal contemporánea están atravesados por la consideración de aspectos sustantivos asociados a los límites de la participación política.
Complejidad, elitismo y representación son tres argumentos o dimensiones centrales íntimamente interconectadas en la determinación del ideal democrático. De hecho, cada una de ellas se erige como límite insuperable para la eventual profundización de las instituciones y de las prácticas democráticas. O al menos, son límites muy drásticos que directamente enfatizan desde el terreno de los hechos el carácter más bien utópico de la idea que defiende la posibilidad de que una comunidad política, un demos en el argot clásico, sea real y plenamente capaz de decidir su destino; esto es, de hacer realidad la noción y los principios del autogobierno.
Elitismo
El elitismo democrático hace referencia, como se sabe, al éxito de una propuesta "procedimental" de democracia que en su concepción sacrifica los valores de la democracia, al reducirla a un método de competencia política entre elites que se disputan el ejercicio del poder (Schumpeter, 1984; Dahl, 1993a). Esto significa que el proceso político es concebido como la lucha competitiva de las elites por los votos de un electorado implícitamente asumido como esencialmente pasivo, ignorante, falto de juicio, que a lo más practica una consideración instrumental de racionalidad económica; esto es, la transmutación del ciudadano en consumidor, el cual es, para colmo, víctima indefensa de la manipulación conductual más descarada, producto de aplicación de las sofisticadas técnicas de la propaganda comercial. En suma, ésta es una concepción de democracia, nos dice alguna de su exposición más difundida, que si bien afirma el pluralismo social, reduce el ejercicio de la soberanía popular —anulando la búsqueda del bien común— a un proceso electoral indeterminado en sus resultados e imparcial en su ejecución (Przeworski, 1995 y 1999: 89–110).
Complejidad
Representación
Finalmente, tenemos el argumento de la representación política o, mejor dicho, de su crisis. En positivo, esta tesis defiende lo inevitable de la representación política a gran escala. En negativo, dicha concepción sostiene que dada la insuperable escala de los demos modernos es imposible que el poder del pueblo pueda ejercerse de manera directa (Dahl, 1993b y 1999). Tal soberanía debe ejercerse forzosamente de manera mediatizada y organizada a partir de la aplicación de los procedimientos del gobierno representativo cuya crisis se acentúa en las condiciones del presente, entre otras razones, por la insalvable distancia entre el representante y el representado; por la dudosa calidad de los aspirantes a ocupar cargos de elección popular; y por la más reciente contaminación de la política, con el predominio de las técnicas de mercadotecnia política en la elección de esos líderes (Rivero, 1997; Przeworski y Maní, 2004; Rosanvallon, 2004).
El debate
En el fondo, como salta a la vista, nos encontramos ante tres sugerentes variaciones de un mismo argumento que drásticamente acota las posibilidades de la participación política ciudadana. Mi posición al respecto es que la renovada discusión de tales variaciones argumentales marcan el núcleo o corazón de los más importantes y actuales debates de la sociología política contemporánea.
La discusión sobre la complejidad de los órdenes sociopolíticos del presente y su condición de reproducción autorreferencial del orden social nos colocan, por su parte, de frente a la polémica ya vuelta clásica, que discute la presunta anulación del rol del individuo y también de los actores colectivos y de los movimientos sociales en la génesis de la sociedad.
Por su parte, la discusión sobre la crisis de la representación política ha encauzado sus debates alrededor de la concepción y reformulación de una estructura institucional estable de un régimen democrático que sea capaz de hacer realidad la promesa de la vigencia de un Estado de derecho, de mecanismos ciudadanos de control y rendición de cuentas sobre la gestión de los gobernantes y, en definitiva, de aproximarse en los hechos a los ideales de libertad e igualdad ciudadana del discurso democrático. Llegados a este punto podemos sostener que la discusión democrática es, naturalmente, una discusión recurrente. En cierto sentido, inagotable. La finalidad, entonces, de retomar los hilos centrales que delimitan el debate en torno a los objetivos alcances y los límites de la participación política no persiguen cerrar conclusivamente tal discusión. La fertilidad y pertinencia de la misma se muestran en su propio despliegue y desarrollo. En todo caso, conocer los intersticios y laberintos de este complejo debate es forzosamente el camino para saber encarar y proponer salidas viables a los seculares obstáculos y dilemas para la satisfactoria consolidación de cualquier régimen político auténticamente democrático en las sociedades con características como las de la sociedad mexicana en particular y las sociedades latinoamericanas en general.6
En la región latinoamericana, si se nos permite una rápida digresión, el balance después de dos décadas de retorno o de afirmación de regímenes políticos democráticos es mayoritariamente desalentadora. Las incipientes democracias de la región continúan enfrentando una serie de problemas que les impiden consolidarse. Algunos de estos obstáculos y dilemas se relacionan con la inercia de una cultura autoritaria; la falta de arraigo social de principios y valores de la democracia; un precario desarrollo institucional; la presencia de caudillos y o de prácticas corporativas; la falta de controles democráticos sobre el ejercicio del poder; y, en fin, la persistencia de inadmisibles índices de pobreza, exclusión y marginación social. Seguimos, pues, apostando por una democracia que se vive desde la incertidumbre y la vacilación. Mi convicción honesta, y ojalá que no ingenua, es que una revisión seria de los términos del debate donde se examinan las razones de estas consecuencias es una de las opciones para que la promesa democrática no sea un ideal traicionado y desfigurado (Sermeño, 2005: 8–10).

CIUDADANÍA, SOCIEDAD CIVIL, ESPACIO PÚBLICO Y DELIBERACIÓN POLÍTICA: AL RESCATE DE LA PARTICIPACIÓN
Suele afirmarse que la teoría política de los noventa se caracterizó por colocar en el centro de su desarrollo el tema de la participación política ciudadana. Y ello se ha realizado con el explícito propósito o bajo la perspectiva de reflexionar las posibilidades y potencialidades de ampliar dicha participación. Con ello, entre otras características, la teoría política dio paso, como se sabe, hacia un extraordinario reforzamiento de la dimensión normativa del discurso democrático contemporáneo. No cabe duda que dicha afirmación es exacta (Young, 2001: 693–726). Es decir, frente a la confirmación fáctica de las barreras a la participación política se gestaron distintas concepciones teóricas que siendo muy diferentes entre sí pueden ser reagrupadas bajo la búsqueda de conceptos alternativos (activos y participativos) de democracia. Si existe una tesis que podría agrupar estos esfuerzos, sería la de sostener que ante la "perversa" idealización de la apatía ciudadana defendida por la concepción liberal de democracia es posible y obligado reformular el ideal de democracia para el mundo de hoy basándose en una vindicación de la discusión activa y la toma de decisiones por parte de los ciudadanos (Sousa Santos, 2004). Esto colocó, obviamente, los conceptos de "ciudadanía", "espacio público" y "democracia deliberativa" en el centro de estos enfoques.
Ciudadanía
Si empezamos por la noción de ciudadanía debe señalarse que el potencial de dicho concepto para un modelo "alternativo" de democracia permite desarrollar al menos dos aspectos evidentemente importantes y muy discutidos en las actuales teorías de la ciudadanía, a saber: a) la cuestión asociada a la definición de las condiciones (derechos sociales como precondición para el ejercicio de los derechos políticos y cívicos) para gozar de una genuina ciudadanía democrática; y b) la necesidad de las virtudes cívicas para complementar el diseño institucional de las democracias liberales (división de poderes, derechos inalienables del individuo o el ejercicio de sus "libertades" y Estado de derecho, entre otros) (Marshall, 1950; Kymlicka y Norman, 1997: 5–40).
En el primer caso, subyace la defensa conceptual del principio según el cual no cabe esperar un ejercicio de las virtudes de la participación democrática (no clientelar, no corporativa, no manipulada) por parte de quienes padecen severas privaciones y son por ello vulnerables a las coerciones derivadas de una concepción pragmática del proceso político. En el segundo caso, una vez que se ha arribado a conclusiones en el primero que advierten de la importancia de no renunciar a los derechos sociales e incluso al Estado de bienestar, surge una pregunta de difícil respuesta: ¿dónde se aprenden la virtudes cívicas para el ejercicio pleno de la ciudadanía? O dicho de otro modo: ¿cómo es posible que el individuo miembro de una colectividad comprenda la importancia del ejercicio de una adecuada preocupación e involucración personal con la atención y resolución de aquellos aspectos medulares que configuran la agenda de problemáticas públicas?
Sociedad civil
Para el caso que explica el resurgimiento y la centralidad del concepto de espacio público y sociedad civil se parte, de igual manera en su justificación, de una concepción según la cual una democracia plena significa que las personas integrantes de una comunidad política determinada pueden actuar realmente como ciudadanos en el interior de aquellas grandes instituciones que exigen evidentemente su energía y obediencia. Ello nos conduce a esta visión tan socorrida en virtud de la cual la mejor expresión de la existencia de un autogobierno de la polis o del demos se produce a partir del creciente protagonismo de las asociaciones civiles independientes del Estado.
Sin embargo, más allá de esos muchos usos erróneos, la categoría de sociedad civil, con su indiscutible riqueza normativa, posibilitó fundamentar el principio antiautoritario de autonomía de la esfera de lo social sin el cual es impensable concebir un nuevo tipo de orden político genuinamente democrático. En consecuencia, diferenciar la sociedad del Estado y del mercado permitió, por una parte, teorizar el rol de las redes de asociaciones independientes del Estado que, no obstante, persiguen influir en la definición de las políticas públicas; pero, por otra parte, también permitió caer en la cuenta de la importancia estratégica del espacio público y de la opinión pública para la ampliación del discurso democrático. Es decir, hizo posible tomar conciencia de la importancia para la democracia y la ciudadanía de una esfera pública asentada sobre la sociedad civil.
En ambos puntos, de nuevo surge la invocación al marco general delineado por Habermas, que define los rieles o carriles sobre los que corre una política deliberativa tendiente a su institucionalización a partir de dos vías: a) la formación de la voluntad democráticamente constituida en espacios institucionales; y b) la construcción de opinión informal en espacios extrainstitucionales. En razón del primer carril se afirma que las decisiones tomadas en el nivel del sistema político se deben fundamentar y justificar en el ámbito de la sociedad a través de la esfera pública revitalizada. Y en razón del segundo eje, se proclama la deseabilidad de que el sistema político deba estar ligado a las redes periféricas de la esfera pública por medio de una suerte de flujo de información que parte de redes informales de esa esfera pública y que se institucionalizaría por medio de los cuerpos parlamentarios y tocaría al sistema político influyendo en las decisiones tomadas.
En esta dimensión, las propuestas tratan de superar el marco general delineado por Habermas en el sentido de que se trataría no simplemente de promover dentro del espacio público y la sociedad en general la búsqueda de una posible o probable "influencia" de los públicos en las instancias de representación sino que, justamente, se trataría de institucionalizar la construcción de soluciones de los problemas sociales directamente con la participación de los ciudadanos. Por ejemplo, en el modelo de "Poliarquía Directamente Deliberativa" (PDD) de Cohen, a grandes rasgos se propone introducir —mediante mecanismos como los "consejos consultivos ciudadanos"— la participación de "notables independientes" en la discusión y decisión en las esferas estratégicas y decisivas de alto nivel de los aparatos burocráticos o arenas políticas formales del Estado democrático.
Los críticos de estas propuestas señalan, apelando a distintos argumentos, que la democracia deliberativa es un ideal imposible de realizar. Sin embargo las críticas más certeras son aquellas que van más allá de la discusión sobre la viabilidad de las condiciones y los arreglos institucionales que propiciarían la deliberación. Se trata de críticas que, de hecho, atacan el mismo corazón normativo de la deliberación pública al cuestionar abiertamente la naturaleza y los efectos "perversos" y "patológicos" de la deliberación misma. Son, en tal sentido, posturas escépticas de la deliberación y sus efectos.
Por ejemplo, una autora como Susan Stokes (2001: 161–182) se opone a la tesis que sostiene que la deliberación mejora la calidad de las decisiones colectivas y enriquece a la democracia. Existen contextos comunicativos, sostiene la autora, en los cuales la deliberación produce resultados que son perversos desde la perspectiva de la teoría democrática. Su argumento central plantea que el esquema deliberativo en abstracto presupone un contexto comunicativo normativo neutro y puro. Sin embargo, en la comunicación real el contexto comunicativo no obedece a dichos presupuestos. En este contexto real, en el proceso de la comunicación intervienen las "preferencias" y las "identidades" de los ciudadanos —a las que las autora denomina creencias causales— y los políticos adaptan su discurso con fines de manipulación a tales preferencias e identidades. Esto es, las preferencias de los ciudadanos serían causa de las propuestas políticas —pues los políticos anticipan o calculan tales preferencias en sus propuestas de campaña— y estas propuestas en teoría se convierten en las medidas políticas del ganador de la contienda. No obstante, la distorsión o perversión del modelo deliberativo radicaría en que en "la comunicación pública —la deliberación— puede inducir a la gente a adoptar creencias causales que son engañosas (producto de la manipulación comunicativa) y que favorecen los intereses del emisor del mensaje".11
Esta agenda, como hemos visto, ha abierto muchas aristas problemáticas dentro de la teoría democrática contemporánea. Habiéndose enriquecido y ampliado los términos de la discusión alrededor de la democracia y la participación política subsisten numerosas preguntas abiertas y nudos de delicados dilemas normativos e institucionales. Dicha situación en principio no tiene porqué ser negativa. Por lo pronto, a riesgo de caer en una simplificación insostenible, propongo dar por concluido este recorrido inacabado advirtiendo que si es exacto que la participación política se expresa bajo formas de actividad orientadas de manera dual tanto a la participación en la toma colectiva de decisiones vinculantes así como también por medio de actividades orientadas a la expresión de la pluralidad social; queda claro que los retos para la ampliación de un modelo alternativo de democracia continúan en el terreno de la construcción efectiva de decisión colectiva y, en cambio, han cosechado logros inestimables en el terreno de la expresión social.
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